Esta vez sí, estaba seguro. Había encontrado el escondrijo
perfecto. Jamás el enemigo se acercaría allí, de hecho Jaime dudaba de que “el enemigo” supiera siquiera de su
existencia.
Se acurrucó, encogió y retorció hasta que encontró la
posición menos incómoda para la larga tarde que le esperaba. Tampoco se estaba
tan mal. Algo caluroso. Recordó a aquel contorsionista del circo que había
visitado la ciudad recientemente, ahora la entrada se le antojó barata. No se
atrevía a moverse mucho, ningún ruido le delataría. Esta guerrilla duraba ya
demasiado tiempo y no había ganado ninguno de los asaltos. ¿Qué era lo peor que
le podía pasar? Un asedio sin duda. Si el enemigo le descubría podía tenerle
horas enteras ahí dentro. Solo con ese pensamiento sus músculos se entumecieron
un poco más así que decidió concentrarse en lo importante y distraer su mente. Si al menos tuviera un libro...
No habían pasado ni
dos horas, lo sabía porque a las 9 puntualmente su estómago empezaba a rugir
reclamando su dosis de alimento, cuando cayó sobre él un estruendo.
¡Te pillé rata de biblioteca! - río su hermano-. No está mal el
escondrijo pequeñajo, esta vez sí te lo has currado. Y, con una sonrisa que no
vaticinaba nada bueno, empezó a cerrar lentamente la tapa de la lavadora.
El niño miraba horrorizado y se revolvía en el tambor
intentando salir, pero se había enganchado y con los nervios y la presión no
lograba desasirse.
“Jaime respira, que no cunda el pánico, que en peores nos
hemos visto. Además Arnold no sería capaz de centrifugarme”.
-¡Venga sal de una vez y sométete a mí!
de lo contrario te espera un buen centrifugado, con lo que estás sudando no te
irá mal.
El golpe llegó inesperado y lateral, abarcando en un
solo movimiento limpio y certero oreja y
moflete, pero el receptor para variar, no fue Jaime sino Arnold.
Su madre bastante cabreada le miraba poniendo los ojos en blanco.
_Si por una vez Arnold pudieras simplemente hacer lo que te
he dicho y meter la camiseta en la lavadora y tú Jaime, sal de ahí y dejad de hacer el tonto por
favor.
Así que eso había sido, no es que Arnold hubiera descubierto
su escondrijo, es que su madre le había mandado, es decir había sido la
casualidad la que le había llevado allí. Este pensamiento animó un poco al
niño. Sin embargo este episodio y los minutos de angustia dentro del tambor le
pasaron factura con los años en forma de claustrofobia y largas charlas con
psiquiatras que no sólo no arreglaron su trauma sino que le descubrieron
algunos nuevos.
“Lo primero es lo primero” pensó el niño. Así que se
encaminó a la nevera y apaciguó su rugiente estómago, luego se asomó al
pasillo. No había moros en la costa. Estaba seguro de que el enemigo se tomaría
la revancha y que las escaramuzas iban a estar a la orden del día. Tendría que
ir con ojo, igual no estaba de más apuntarse a esas clases de judo que le había
comentado su amigo Alex. Por fin alcanzó su refugio. Cerró la puerta de su
cuarto y, por si las moscas, la aseguró con una silla, la mesa de escritorio, y
un tren de juguete de cuando era pequeño que al menor movimiento pitaba.
Ahora sí, por fin, podía ponerse a leer y a escribir.
Sin embargo sus pensamientos estaban rebeldes y juguetones y
le llevaron por otro camino. Últimamente había algo que le preocupaba. Aún no
había decidido qué quería ser de mayor.
Se había agenciado un cuadernillo del despacho de su padre y en él apuntaba,
previsor, profesiones en las que se veía en un futuro. Lo abrió con cuidado y añadió orgulloso: Espía. Contorsionista. Aunque por otro lado tuvo que
tachar: buzo, astronauta, piloto de fórmula uno. No se veía otra vez en un
sitio muy cerrado.
Estaba seguro de que con este método riguroso descubriría la
que iba a ser su profesión soñada. Le daba envidia secreta su amigo Alex que ya
tenía clara su vocación. Hasta Arnold la tenía. Aún recordaba el sopapo que dio
su padre a su hermano cuando lo anunció en aquella comida. “Padres- empezó
solemne- quiero ser culturista”. Se oyó un suspiro de alivio y es que su madre
se esperaba lo peor. Las madres conocen como nadie la naturaleza de sus hijos,
así que esperaba un nieto antes de tiempo o una desgracia peor. Es más, durante
esa fracción de segundo, esa pausa dramática que hizo Arnold para dar énfasis a
la noticia, su madre imaginó la bomba, el nieto anticipado, lloró su desgracia,
se desahogó con sus amigas, se recompuso, empezó a regocijarse ante la llegada
del bebé y barajó hasta un nombre para
el precioso niño: Alejandro Javier. Nada simple, “un nombre importante hace a
un hombre importante” decía siempre. O ¿ tal vez Francisco como el Papa? Estaba
la mujer deleitándose en el momento de contar a sus amigas que su nieto era el
próximo Papa cuando oyó la palabra “culturista” y su mente aterrizó bruscamente despidiéndose de sus sueños
Papales. Es cierto que suspiró de alivio pero también de pena al ver
desvanecerse al precioso Alejandro con
sus lazos y sus enormes ojos que eran la envidia de todas las vecinas. Todo
esto sucedió en el tiempo que dura un suspiro.
El Sr. Abós, Notario de profesión, esperanzado exclamó: "Hijo,
¿no querrás decir culto? ¿Has sentido la llamada del estudio?"
Pero no, estaba claro que Arnold no había sentido esa
llamada. “¡No papá, lo tengo claro culturista!”
Por la mirada del padre quedo patente que no confiaba que su
hijo supiera el significado de la palabra.
_¿Ves Pilar? –dijo dirigiéndose a su mujer- Si le hubiéramos
puesto Alberto nada de esto hubiera ocurrido. Ya sabía que pasaría algo así, no
se pueden romper años de tradición familiar sin atraer la mala suerte.
_Pero querido, ¿no creerás en tontas supersticiones?
¡Precisamente tú!
_Al menos el pequeño parece aún salvable… suspiró el padre
levantándose de la mesa.
Jaime sintió en ese
preciso instante con claridad meridiana que esto era el principio del fin de
algo. Pero no atinaba a saber de qué. Y además notó un gran peso sobre sus
hombros. La mirada de su padre cargada de esperanza equivalía a una mochila de
veinte kilos. Le entraron ganas de meterse de nuevo en el tambor de la lavadora
y no salir.
Su madre sacudió unas migas y se fue a la cocina aún apenada
por lo efímero de su etapa de abuela pero esperanzada pensando en borlas, lazos
y nombres Papales.
El niño se dirigió a su cuarto y al pasar por el cuarto de
baño se fijó de refilón en el espejo por si la barba le había empezado a
despuntar. Nada, igual que el día anterior. Ni sombra de hombría, ni de nada.
Resignación. Seguía igual de imberbe que ayer y que antes de ayer. Imberbe y
sin futuro. Porque su hermano iba a ser culturista, Alex profesor, y él seguía
huérfano de profesión.
_No tienes que decidirlo ahora Jaime,- le decía su madre-
no quieras crecer tan rápido.
Abrió el cuaderno de nuevo y escribió la profesión de su
hermano. El cerco se iba estrechando, ya no le quedaban tantas, había leído
sobre montones de oficios, tenía lleno el suelo de cientos de hipótesis que
darían con la ecuación perfecta para él, pero, aun así, seguía sin aparecer su VOCACIÓN.
Cogió el libro a medio leer con intención de retomarlo, acarició cuidadosamente la tapa de piel con el grabado dorado mientras reñía mentalmente a sus
pensamientos por llevarle de un lado y apartarle de su viaje . Pero la concentración
se le seguía resistiendo. Hizo otro esfuerzo y se adentró veinte mil leguas en el fondo del mar y en el fondo de sí mismo, esta
vez sí. ¡Qué suerte!- pensó. “Este Verne, que en vez de tener una profesión
seria tan solo escribía libros. Seguro que no tenía que vivir pendiente de emboscadas ni miradas
esperanzadas. Lo imaginó en una infancia feliz,
dedicada a la lectura y escritura sin vaivenes. Picado por la curiosidad salió
a hurtadillas y alcanzó el salón, sin rastro del enemigo, hasta llegar a La
Larousse. Podía haberlo buscado cómodamente y con menos peligros en Internet, pero le gustaba ese ritual de buscar la inicial entre los viejos tomos, curiosear y tal vez descubrir que hubo otro Verne jardinero o asesino y por fin dar con el tesoro que escondían las páginas. Cuando, a veces, se cortando el dedo pasando las finas páginas de la enciclopedia sentía que se había ganado el derecho a obtener esa información, eso no te lo daba internet donde todo era fácil, rápido y frío.
Con el tomo en la mano buscó con avidez la vida de Julio Verne. Y fue en ese momento,
entre las hojas polvorientas de la enciclopedia, cuando tuvo la revelación.
Mientras leía la vida de Verne, no tan
distinta a la suya, su destino se iba clarificando y el niño se iba
envalentonado más. Devoraba las palabras. Como Verne se fugó en un barco a los
once años por amor. Como el joven Julio tuvo que estudiar abogacía como su
padre cuando él quería ser escritor. Y como su progenitor se enfadó con él y le retiró la financiación, pero Verne no
cejó en el intento y siguió escribiendo.
-Así que esto es la vocación-
se dijo. Abrió la libreta, tachó con una cruz todas las hojas que quedaban en
blanco y en la última con muy buena letra y el boli dorado que le había
regalado la abuela por navidad escribió. ESCRITOR